sábado, 18 de agosto de 2012

BERNARDO O'HIGGINS RIQUELME (1810) (Pablo Neruda, 1904-1973)



O´HIGGINS, para celebrarte

a media luz hay que alumbrar la sala.

A media luz del sur en otoño

con temblor infinito de álamos.



Eres Chile, entre patriarca y huaso,

eres un poncho de provincia, un niño

que no sabe su nombre todavía,

un niño férreo y tímido en la escuela,

un jovencito triste de provincia.

En Santiago te sientes mal, te miran

el trajé negro que te queda largo,

y al cruzarte la banda, la bandera

de la patria que nos hiciste,

tenía olor de yuyo matutino

para tu pecho de estatua campestre.



Joven, tu profesor Invierno

te acostumbró a la lluvia

y en la Universidad de las calles de Londres,

la niebla y la pobreza te otorgaron sus títulos

y un elegante pobre, errante incendio

de nuestra libertad,

te dio consejos de águila prudente

y te embarcó en la Historia.



"Cómo se llama usted?", reían

los "caballeros" de Santiago:

hijo de amor, de una noche de invierno,

tu condición de abandonado

te construyó con argamasa agreste,

con seriedad de casa o de madera

trabajada en su Sur, definitiva.

Todo lo cambia el tiempo, todo menos

tu rostro.



Eres, O'Higgins, reloj invariable

con una sola hora en tu cándida esfera:

la hora de Chile, el único minuto

que permanece en el horario rojo

de la dignidad combatiente.



Así estarás igual entre los muebles

de palisandro y las hijas de Santiago,

que rodeado en Rancagua por la muerte y

la pólvora.



Eres el mismo sólido retrato

de quien no tiene padre sino patria,

de quien no tiene novia sino aquella

tierra con azahares

que te conquistará la artillería.



Te veo en el Perú escribiendo cartas.

No hay desterrado igual, mayor exilio.

Es toda la provincia desterrada.



Chile se iluminó como un salón

cuando no estabas. En derroche,

un rigodón de ricos substituye

tu disciplina de soldado ascético,

y la patria ganada por tu sangre

sin ti fue gobernada como un baile

que mira el pueblo hambriento desde fuera.



Ya no podías entrar en la fiesta

con sudor, sangre y polvo de Rancagua.

Hubiera sido de mal tono

para los caballeros capitales.

Hubiera entrado contigo el camino,

un olor de sudor y de caballos,

el olor de la patria en primavera.



No podías estar en este baile.

Tu fiesta fue un castillo de explosiones.

Tu baile desgreñado es la contienda.

Tu fin de fiesta fue la sacudida

de la derrota, el porvenir aciago

hacia Mendoza, con la patria en brazos.



Ahora mira en el mapa hacia abajo,

hacia el delgado cinturón de Chile

y coloca en la nieve soldaditos,

jóvenes pensativos en la arena,

zapadores que brillan y se apagan.



Cierra los ojos, duerme, sueña un poco,

tu único sueño, el único que vuelve

hacia tu corazón: una bandera

de tres colores en el Sur, cayendo

la lluvia, el sol rural sobre tu tierra,

los disparos del pueblo en rebeldía

y dos o tres palabras tuyas cuando

fueran estrictamente necesarias.

Si sueñas, hoy tu sueño está cumplido.

Suéñalo, por lo menos, en la tumba.

No sepas nada más porque, como antes,

después de las batallas victoriosas,

bailan los señoritos en palacio

y el mismo rostro hambriento

mira desde la sombra de las calles.



Pero hemos heredado tu firmeza,

tu inalterable corazón callado,

tu indestructible posición paterna,

y tú, entre la avalancha cegadora

de húsares del pasado, entre los ágiles

uniformes azules y dorados,

estás hoy con nosotros, eres nuestro,

padre del pueblo, inmutable soldado.