Yacía obscuro, los párpados caídos hacia lo terrible
acaso con el fin del mundo, con estas dos manos insomnes
entre el viento que me cruzaba con sus restos de cielo.
Entonces ninguna idea tuve, en una blancura enorme
se perdieron mis sienes como desangradas coronas
y mis huesos resplandecieron como bronces sagrados.
Tocabas aquella cima de donde el alba mana suavemente
con mis manos que traslucían un mar en orden mágico.
Era el camino más puro y era la luz ya sólida
por aguas dormidas, resbalaba hacia mis orígenes
quebrando mi piel blanca, sólo su aceite brillaba.
Nacía mi ser matinal, acaso de la tierra o del cielo
que esperaba desde antaño y cuyo paso de sombra
apagó mi oído que zumbaba como el nido del viento.
Por primera vez fui lúcido mas sin mi lengua ni mis ecos
sin lágrimas, revelándome nociones y doradas melodías;
solté una paloma y ella cerraba mi sangre en el silencio,
comprendí que la frente se formaba sobre un vasto sueño
como una lenta costra sobre una herida que mana sin cesar.
Eso es todo, la noche hacía de mis brazos ramos secretos
y acaso mi espalda ya se cuajaba en su misma sombra.
Torné a lo obscuro, a larva reprimida otra vez en mi frente
y un terror hizo que gozara de mi corazón en claros cantos.
Estoy seguro que he tentado las cenizas de mi propia muerte,
aquellas que dentro del sueño hacen mi más profundo desvelo.
martes, 10 de febrero de 2009
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